No le reconocí la voz ni el nombre. Me dijo que me había visto en 1971, en el
café Sportman de Montevideo, cuando ella estaba por viajar a Chile. Yo le había
dado unas líneas de presentación para Salvador Allende. “¿Te acordás?”
-Ahora quiero verte. Tengo que verte sin
falta -dijo. Y dijo que me traía un mensaje de él.
Colgué el teléfono Me quedé mirando la puerta
cerrada. Hacía seis meses que Allende había caído acribillado a balazos.
No pude seguir trabajando.
2.
En el invierno de 1963, Allende me había
llevado al sur. Con él vi nieve por primera vez. Charlamos y bebimos mucho, en
las noches larguísimas de Punta Arenas, mientras caía la nieve al otro lado de
las ventanas. Él que me acompañó a comprarme calzoncillos largos de frisa. Allá
los llaman matapasiones.
Al año siguiente, Allende fue candidato a la
presidencia de Chile. Atravesando la cordillera de la costa, vimos juntos un
gran cartel que proclamaba: “Con Frei, los niños pobres tendrán zapatos”.
Alguien había garabateado, abajo: “Con Allende no habrá niños pobres”. Le gustó
eso, pero él sabía que era poderosa la maquinaria del miedo. Me contó que una
mucama había enterrado su único vestido, en el fondo de la casa del patrón, por
si ganaba la izquierda y venían a quitárselo. Chile sufría una inundación de
dólares y, en las paredes de las ciudades, los barbudos arrancaban a los niños
de los brazos de sus mamas para llevárselos a Moscú.
En esas elecciones de 1964, el frente popular
fue derrotado.
Pasó el tiempo; nos seguimos viendo.
En Montevideo, lo acompañé a las reuniones
políticas y a los actos; fuimos juntos al fútbol; compartimos la comida y los
tragos, las milongas. Lo emocionaba la alegría de la mulitud en las tribunas, el
modo popular de celebrar los goles y las buenas jugadas, el estrépito de los
tamboriles y los cohetes, las lluvias de papelitos de colores. Adoraba el
panqueque de manzanas en el Morini viejo, y el vino Cabernet de Santa Rosa le
hacía chasquear la lengua, por pura cortesía, porque bien sabíamos los dos que
los vinos chilenos son mucho mejores. Bailaba con ganas, pero en un estilo de
caballero antiguo, y se inclinaba para buscar las manos de las muchachas.
3.
Lo vi por última vez poco antes de que
asumiera la presidencia de Chile. Nos abrazamos en una calle de Valparaíso,
rodeados por las antorchas del pueblo que gritaba su nombre. Esa noche me llevó
a Concón y a la madrugada nos quedamos solos en el cuarto. Sacó una cantimplora
de whisky. Yo había estado en Bolivia y en Cuba. Allende desconfiaba de los
militares nacionalistas bolivianos, aunque sabía que iba a necesitarlos. Me
preguntó por nuestros amigos comunes de Montevideo y buenos Aires. Después me
dijo que no estaba cansado. Se le cerraban los ojos de sueño y seguía hablando y
preguntando. Entreabrió la ventana, para oler y escuchar el mar. No faltaba
mucho para el alba. Esa mañana tendría una reunión secreta, allí en el hotel,
con los jefes de la Marina.
Unos días después, cenamos en su casa, junto
con José Tohá, hidalgo pintado por el Greco, y JOrge Timossi. Allende nos dijo
que el proyecto de nacionalización del cobre iba a rebotar en el Congreso.
Pensaba en un gran plebiscito. Tras la bandera del cobre para los chilenos, la
Unidad Popular iba a romper los moldes de la institucionalidad burguesa. Habló
de eso. Después nos contó una parte de la conversación que había tenido con los
altos oficiales de la Marina, en Concón, aquella mañana, mientras yo dormía en
el cuarto de al lado.
4.
Y después fue presidente. Yo pasé por Chile
un par de veces. Nunca me animé a distraerle el tiempo.
Vinieron tiempos de grandes cambios y
fervores, y la derecha desató la guerra sucia. Las cosas no sucedieron como
Allende pensaba. Chile recuperó el cobre, el hierro, el salitre; los monopolios
fueron nacionalizados y la reforma agraria estaba partiendo la espina dorsal de
la oligarquía. Pero los dueños del poder, que habían perdido el gobierno,
conservaban las armas y la justicia, los diarios y las radios. Los funcionarios
no funcionaban, los comerciantes acaparaban, los industriales saboteaban y los
especuladores jugabn con la moneda. La izquierda, minoritaria en el Parlamento,
se debatía en la impotencia, y los militares actuaban por su cuenta. Faltaba de
todo: leche, verdura, repuestos, cigarrillos; y sin embargo, a pesar de las
colas y la bronca, ochocientos mil trabajadores desfilaron por las calles de
Santiago, una semana antes de la caída, para que nadie creyera que el gobierno
estaba solo. Esa multitud tenía las manos vacías.
5.
Y ahora terminaba el verano del 74, hacía
seis meses que habían arrasado el Palacio de la Moneda, y esta mujer estaba
sentada ante mí, en mi escritorio de la revista Buenos Aires, y me hablaba de
Chile y Allende.
-Y él me preguntó por vos. Y me dijo: “¿Y
donde está Eduardo? Dile que se venga conmigo. Dile que yo lo llamo”.
-¿Cuándo fue eso?
-Tres semanas antes del golpe de estado. Te
busqué en Montevideo y no te encontré; estabas de viaje. Un día te llamé a tu
casa y me dijeron que te habías venido a vivir a Buenos Aires. Después pensé que
ya no valía la pena decírtelo.
Eduardo Galeano - Días y noches de amor y de
guerra.
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"Se construye nuestra realidad entre todos, no es justo si quiera, un sólo individuo estableciendo con los ideales más humanistas del mundo." Autor del blog